
Un poco de todos en este libro
Autor: Cristian Valencia
Abrir cualquier página de este libro equivale a comprar un tiquete en primera clase para asistir al mundo. A ese mundo que sucede allá, lejos de estas cuadras limitadas, de estos barrios, de estas costumbres. Decir que son diez crónicas es decir mentiras, es faltar a la elocuencia de todos esos increíbles universos que cuenta Luz Helena. Ella, que a simple vista pareciera ir por el mundo tan ligera como las pompas de jabón, y tan efímera, lleva consigo un enorme fragmento de la historia de los hombres. Lleva a cuestas poetas y pasados, mitologías y asombros. Así que si usted, querido lector, piensa que está frente a otro diario de viajes panditos, bien puede prepararse para ser traicionado. Sí son crónicas de viajes, sí son diarios de campo, pero tienen tanto pasado como futuro y presente. Porque Luz Helena está llena de recursos y palabras. Porque tiene una enorme biblioteca en su cabeza, y sabe usarla para hacer relaciones increíbles. Me atrevo a decir que su alma de escritora está llena de los poetas que nombra, de los escritores que han acompañado su existencia.
Es imposible leer estas crónicas sin pensar en el viaje a Portugal de Saramago, porque así son de caprichosos sus destinos; Luz Helena comparte ese gusto por el azar, esa fascinación por el encuentro del otro, ese deleite caprichoso por cada objeto y cada piedra y cada puerta y cada montaña y cada río.
Luz Helena fue capaz de ir a Las Vegas por todos los que no iremos, para decirnos que existe «[…] un cielo electrónico que enceguece a los pelícanos […]». Fue capaz de atreverse a mirar ese exceso por nosotros y hacer hermosas enumeraciones con materiales desechables:
[…] Kilómetros de sábanas sucias que ahorcan la mañana, toallas húmedas que cubrirían las montañas rocosas y el Gran Cañón, moles de papel despreciable que atasca las tuberías del continente, cincuenta millones de servilletas diarias untadas de hartura, el ruido de cien mil aspiradoras que lamen las huellas de las suelas, toneladas de ceniza que cubren el desierto […]
El libro está escrito en una primera persona del plural. Usa el nosotros de manera tan orgánica que cualquier lector pensaría que va en el mismo bus y comparte los mismos paisajes. Ese plural que se repite y que conversa con las nubes y los lagos, es el plural del amor, de los compinches; es la forma verbal apropiada para rendir un homenaje al compañero de viaje, al que guarda silencio y comulga con los mismos atardeceres. Son pocos los escritores que le rinden homenaje al otro, al secuaz, al cómplice. Luz Helena es una de ellas, como una Cortázar viajando con Carol Dunlop, un par de autonautas más en esta cosmopista de América.
Entonces, y siendo así, el libro tal vez sí funcione como una guía de viajes, pero claro que no a lo Lonely planet, no es un handbook de América para viajeros nórdicos. Es una guía que satisface los deseos más íntimos de los viajantes latinos, que tenemos tanto de barrocos como de chéveres, como diría alguna vez Ramón Illán Bacca.
Es difícil encontrar un autor que logre convertir al paisaje en un personaje principal con el que se pelea y se sufre. Luz Helena lo logra, como lo han hecho grandes contadores de mundos, como Bruce Chatwin y Ryszard Kapuściński. Cuando viaja a Guatemala, por ejemplo, se vale de los cinco sentidos para poder compartir todo lo que ve y siente y huele y percibe, he aquí esa evidencia:
[…] El olfato es un órgano del recuerdo. Un olor es capaz de revivir el universo de la infancia. Al captar las esencias se accede a lo profundo. El aroma es seducción, conquista, territorio […]
[…] Las mujeres llevan flores en sus huipiles, en los tzutes en los que transportan los hijos, en las fajas, en las cintas y tocados con que adornan su cabello. Hay tantos matices en sus ropas que nunca vi dos trajes idénticos […]
[…] En los rincones del viaje hay que tocar y ser tocados. En el viaje hay que untarse, restregarse y palpar, porque el verbo conocer también se conjuga con las manos y el cuerpo […]
No son enumeraciones vanas o veleidosas: están llenas de sentido y sentimiento. Se le nota a Luz Helena el oficio de poeta, quiero decir, se le nota esa humanidad a flor de piel, se le nota el tiempo en cada palabra.
Los ires y venires por América son exquisitos. Del Valle de las Secuoyas, a San Diego y Tijuana, ciudades hermanas separadas por banderas en donde Luz Helena evita de manera exquisita la mirada maniquea del bueno y el malo, el blanco y el negro; de Chile en todas sus formas, las que nombra Neruda en sus poemas y las formas que recuerdan esos días de septiembre en La Moneda. De Chichen Itzá y el castillo de Chapultepec y sus jardines y su Carlota delirante, que nos recuerdan sin duda las Noticias del Imperio de Fernando del Paso. De los azarosos caminos de ese sur de Colombia, tan difícil pero tan exuberante y poético, como bien lo sabía Aurelio Arturo. De las cumbres del Cusco, de esa gente hecha de nubes; y de una Habana íntima que ella misma recorrió junto al poeta Antonio Conte. Esa Habana, es una Habana que no está contada por nadie. Porque no hay una ciudad en el mundo que se preste más para los lugares comunes que esta Habana que nos duele, porque somos vecinos y amigos de su suerte. Dice Luz Helena:
[…] En La Habana sobresale la ropa colgando en los balcones, como banderas descoloridas, sábanas que se agitan, toallas que parecen haber secado a generaciones, ropas raídas, alambres que sostienen ventanas, plásticos donde hubo vitrales, junto a arcos, espirales, columnas torneadas, el anciano barroco adornando todavía la modesta existencia de habaneros que respiran sal en los balcones […]
La última crónica se sale del libreto a propósito y nos habla de ella misma, de algunos secretos, de algunas recetas íntimas para no sucumbir al tedio ni a la locura. Nos cuenta de Moscú en invierno y de un Brasil inmenso y edénico; y de un puñado de mujeres que comparten suelo en la mezquita de Istambul con las que no puede comunicarse y no solo es un asunto de idioma:
[…] Mi vecina me pregunta algo y debo responder con un gesto de cabeza para indicarle que hablo otra lengua, una lengua en la que no puedo conjugar la sumisión, la reverencia. Tengo una voz que no puedo refrenar, que no comprende esta dimensión del deber, este espacio vedado […]
Y así, de la mano y de la mirada, del oído y del olfato de Luz Helena Cordero Villamizar, podemos recorrer un poco de la hondura del mundo y su hermosa carga de humanidad.
[Tomado de: “Unas cuantas tiernas imprecisiones”. Crónicas. Escarabajo Editorial. Bogotá, 2022]
Tiernas imprecisiones
Autor: Juan Manuel Roca
Colombia es un país de buenos cronistas. Baste con recordar a dos pilares de este atractivo género, Luis Tejada o Jaime Barrera Parra, para mirar por un espejo retrovisor un campo bien fecundo de nuestras letras, aunque no siempre justamente valorado.
Me agrada hacer un gesto breve de invitación a leer a una nueva cronista, Luz Helena Cordero Villamizar (Bucaramanga, 1961), y su libro titulado “Unas cuantas tiernas imprecisiones” (Escarabajo Editorial).
Dice en su prólogo otro destacado cronista y novelista, Cristian Valencia, que “abrir cualquier página de este libro equivale a comprar un tiquete en primera clase para asistir al mundo” y en ese breve aserto sintetiza el camino, la aguda escritura de esta autora.
Asistimos a un periplo diverso atrapado y escrito por una gran observadora de un mundo variopinto, bello, agreste y cuestionador a la vez.
En todo esto surge un conglomerado de seres anónimos y casi fantasmas mayores que habitan la casona de la memoria, como Federico García Lorca, mientras ella convierte el escalofrío en palabras.
También nos trae su prosa sencilla y rastreadora de cotidianidades, lugares desérticos como un paraje del Arizona, para señalarnos que en ese desierto “la nada no existe y todo en él se encuentra habitado”.
Guatemala la llena de historias y de colores como en un mercado gigante, casi sin límites, un mercado que más que vender artesanías vende su limpio aire.
Son 10 crónicas escritas desde una poética contenida y sutil que atraviesa “unas cuantas tiernas imprecisiones”. Las cruzan las voces de poetas que forman parte del equipaje estético de Luz Helena: Dulce María Loynaz, tras su cruce por La Habana, Neruda, un poeta racial y de bienes raíces: La Chascona, La Sebastiana y su grato refugio de Valparaíso.
De Chile, la autora colombiana registra “volcanes dormidos y un viejo dolor que arde en el centro del sueño”.
Hombres, mujeres, animales, frutos, infiernos y paraísos habitan su libro. San Agustín y sus tumbas. Yucatán y Mérida en especial por su cercanía a un mar que “es una bandeja azul” en donde “las olas no estallan, acarician los pies, la arena es blanca y el sol hiere, sin compasión”.
Es un poetour por geografías físicas y por geografías espirituales este libro escrito con amor y ojos de vigía.
Cuando señalo que es casi una greguería decir que “los murciélagos son la sombra de los pájaros”, como lo hace Luz Helena Cordero en su libro, solo quisiera reiterar que siendo sus escritos unas rigurosas páginas viajeras, lo son más atractivas por un sentido poético, que no liricoide, valga decir sin caer en ningún lenguaje afectado.
[Tomado del portal Facebook del autor]